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Sunday, December 22, 2013

La Guerra En el Mundo Azteca

La Guerra En el Mundo Azteca

Cuando estudiamos la Historia del mundo azteca uno de los rasgos más indicativos de su cultura y que en ocasiones más sorprende es su obsesión por el factor bélico, donde el lograr proezas marciales era un símbolo de status y valía, un factor imprescindible para escalar posiciones en dicha sociedad e incluso para ingresar en la nobleza.


Su culto a la guerra inundaba incluso sus creencias religiosas, donde su disociación sería incomprensible. Esto se aprecia desde el mismo momento del nacimiento, que era entendido como un campo de batalla lleno de dolor y de sangre. Tanto así que ha llegado a nosotros el rito de nacimiento que era iniciado por la misma comadrona que lo traía al mundo, quién alzaba al bebé sobre sus brazos mientras lanzaba cánticos de guerra y lo exhortaba con las siguientes palabras: “Tu hogar no está aquí, porque eres un águila o un jaguar, esto es sólo un lugar donde anidar, la guerra es tu tarea. Debes darle bebida, alimento, comida al dios [sangre]. Quizá merezcas la muerte por el cuchillo de obsidiana [en sacrificio], que tu corazón no vacile, que desee, que ansíe el florecer de la muerte por el cuchillo de obsidiana. Que saboree el aroma, la frescura, la dulzura de la oscuridad”. Los niños pequeños destinados a ser guerreros eran presentados con escudos y flechas en miniatura que simbolizaban la meta de su futura existencia. Sus cordones umbilicales y las armas que se les entregaban eran confinados a guerreros veteranos para ser enterrados ceremonialmente en un campo de batalla.


Una vez alcanzada la edad adulta, su vida estaba destina por y para derramar sangre en el campo de batalla y lograr víctimas propiciatorias para sacrificar a sus dioses. No había nada más viril y honorable para un guerrero azteca que la muerte en el campo de batalla o en el altar de sacrificios. Tanto así que los hombres que fallecía de ésta manera, así como las mujeres que perecían en el parto, eran considerados merecedores de otra vida ultraterrenal. Por el contrario, todos los demás, independientemente de su status y rango, debían vagar durante cuatro años por el inframundo hasta que recalaban en su lugar más bajo (al que llamaban “Tierra de los Muertos” o “Nuestro Hogar Común”), donde debían presentar sus regalos al Señor de la Muerte y luego desaparecían en las sombras. Fue éste un tema que inspiró profundamente a los poetas aztecas, uno de los cuales cantaba: “No hay nada como la muerte en la guerra, nada como el florecer de la muerte, tan preciosa al que da la vida. Ya la veo ¡Mi corazón la ansía!”.

 La misma configuración del territorio del valle de México fue caldo de cultivo para un estado continuo de guerra: la multitud de ciudades-estado, la riqueza agrícola de la región por el uso de las chinampas (huertas flotantes de los lagos de agua dulce), la abundante población… El que podía sembrar el terror en los corazones de todos los demás era el que dominaba y gobernaba, y podía extraer el mayor tributo. Una estimación moderna sugiere que una familia podía sostenerse todo el año de los frutos obtenidos en sólo unas siete semanas de trabajo en las chinampas. Parte del excedente de la cosecha iba a alimentar las ciudades en forma de tributo, pero quedaba un excedente de trabajo que dejaba a los hombres libres para dedicarse a las actividades militares. Un efecto de ello fue producir una estructura social jerárquica, en la cual emergían diferentes grupos de gente, como las clases guerrera y sacerdotal.

En un mundo de estados en conflicto, había mucho que ganar, como los aztecas no tardaron en descubrir, refinando el arte de la guerra. Los códices aztecas, los relatos españoles de la conquista, y las evidencias arqueológicas, muestran que la tecnología militar en Mesoamérica no llegaba a las elaboradas máquinas de guerra y armas europeas. El éxito o fracaso en el campo de batalla dependía en cambio del eficiente entrenamiento de los guerreros individuales, su organización, sus tácticas y su alta moral. 


Los mismos emperadores aztecas, nada más ascender al trono, debían emprender por costumbre nuevas campañas de conquista. El éxito de esta expedición inicial era una prueba vital de su valor. Cuando un nuevo soberano, Tizoc, regresó con sólo 40 cautivos tras perder 300 hombres, fue etiquetado como un fracaso y su reputación no se recuperó nunca. Según un cronista: “miembros de su corte, furiosos ante su debilidad y falta de deseo de traer la gloria a la nación azteca, lo ayudaron a morir con algo que le dieron para comer”.

Tras el énfasis azteca en el triunfo marcial había una lógica compulsiva. Curiosamente, los aztecas hacían pocos intentos por subyugar a los pueblos a los que conquistaban. Ninguna cadena de fortalezas (como poseían los incas), mantenía a las naciones derrotadas bajo el yugo; incluso las guarniciones militares parece que fueron raras. En vez de ello, los conquistadores aztecas dependían de la intimidación para la sumisión continuada de las demás ciudades-estado de la región: el miedo a las represalias era lo que mantenía fluyendo los tributos. Cualquier indicio de que los ejércitos aztecas ya no eran invencibles podía suscitar el desafío y la insurrección, un hecho que los conquistadores españoles iban a capitalizar cuando grupos de indios hostiles, especialmente tlaxcaltecas, se aliaron a ellos para ayudar a derribar a los aztecas.


Hasta este cataclismo final e imprevisible, la maquinaria de guerra azteca fue un arma excepcionalmente efectiva. Todas las energías del Estado estaban dirigidas a alentar las proezas marciales. Desde la edad de 20 años, cada hombre corporalmente apto podía ser reclutado para las campañas que formaban una parte regular del año azteca, normalmente a finales de Otoño, una vez completada la recolección y terminadas las lluvias de verano. Además, existía también una clase militar profesional, exenta del trabajo manual, extraída tanto de la nobleza como de los plebeyos que habían demostrado su valor en la guerra. Estos guerreros a tiempo completo no tenían otro compromiso que la guerra, ya que eran mantenidos por el Estado gracias a los tributos en armas y comida proporcionados por las ciudades conquistadas. 

Todos los muchachos recibían algún entrenamiento militar. A la edad de 10 años aproximadamente, su pelo era rapado excepto un mechón en la nuca, como iniciación preliminar a los sagrados rangos del guerrero. Cuando alcanzaban los 15 años recibían entrenamiento en armas, y se reunían cada tarde con veteranos que les ofrecían relatos de guerra y les enseñaban las danzas y los cantos requeridos.

También se les proporcionaban tareas destinadas a fortalecerles, como cargar troncos desde distantes bosques hasta los templos, donde alimentaban los fuegos eternos que se mantenían en ellos. Cada muchacho debía retener su revelador mechón de pelo hasta participar en la captura de un prisionero. Su primera experiencia en el campo de batalla se limitaba a cargar con el escudo de un guerrero y observar la acción, pero la segunda requería ya que participara, junto con hasta cinco de sus compañeros novicios, en capturar vivo a un enemigo.


El cautivo era llevado entonces a los hombres a cargo del sacrificio, que lo mataban extrayéndole el corazón palpitante. Entonces el cuerpo era arrojado por las escalinatas del templo y el corazón latente a los fuegos fatuos. El cuerpo era dividido entre los muchachos participantes para su consumo ritual: El muslo derecho y el torso correspondían al joven que se había comportado más heroicamente; el muslo izquierdo iba al segundo joven más valiente; el brazo derecho al tercero, y así sucesivamente hasta que no quedaba ninguna porción. La carne humana era cocinada y preparada antes de ser comida por los familiares del joven. No eran extrañas estas escenas de canibalismo ritual entre los aztecas, ante la numerosa cantidad de carne que representaban los sacrificados y la falta de proteínas en la dieta mesoamericana.

Tras haberse probado a sí mismo, el nuevo guerrero hacía cortar su mechón y dejaba que le creciera el pelo para cubrir su oreja derecha. Pero ahora sólo contaría consigo mismo en batalla, ya no contaría con sus compañeros ni podría ofrecerles su ayuda en otras capturas de prisioneros. Aunque un compañero se encontrara en apuros, debía contenerse, ya que si acudía en su ayuda podía ser acusado de tratar de robarle su cautivo potencial, e ahí una de las mayores debilidades del sistema militar azteca. También tenía estrictamente prohibido apiadarse de un amigo que hubiera fracasado en capturar a un prisionero durante la batalla; entregarle uno de los suyos era un engaño castigado con la muerte.

Existían dos tipos de guerra en el Mundo azteca: una destinada a la conquista, que generalmente concluía con la quema o destrucción del templo principal de la ciudad enemiga y la captura del botín. Por medio de estas luchas fue como creció el estado azteca hasta formar un auténtico imperio. Pero las continuas victorias forzaron a los aztecas a guerrear cada vez más lejos, lo que suponia un gran problema para una civilización que no contaba con animales de carga. Por ello los pueblos sometidos estaba obligados a suministrar alimentos a los ejércitos aztecas en marcha, principalmente tortas de maíz, y también cederles un porteador o tamane por cada dos guerreros, para que cargase con los víveres y la impedimenta. Estos hombres eran capaces de marchar 24 km diarios llevando sobre sus espaldas hasta 34 kg de peso. Aún así existían graves problemas de logística, lo que impedía las contiendas de larga duración. Por eso mismo tampoco había la posibilidad de mantener un largo asedio si no se dominaba el entorno, lo que convertía a ciudades como Tenochtilán en inexpugnables, también debido a su especial orografía rodeada de un lago y comunicada por unas pocas y largas calzadas. Por ello fue habitual el empleo de la guerra psicológica, la crueldad y la siembra del terror.

El otro tipo de guerra estaba destinada a la captura de prisioneros para el sacrificio. Tal vez sea ésta una de las instituciones aztecas menos comprensibles para  la concepción moderna, las denominadas “Guerras Floridas”, establecidas entre Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopan por un lado, y los Estados rivales de Tlaxcala y Huexotzinco, del otro. No fue aquel un pacto de paz, sino de hostilidades permanentes, destinado a proporcionar un material inagotable de guerreros cautivos para el sacrificio ritual. “Flores”, en la imaginaría poética de los aztecas, era una metáfora para designar la sangre humana, mientras que el campo de batalla lo concebían como un jardín de flores. Tlaxcala en sus orígenes fue un estado fuerte, pero acabó rodeado de territorios dominados por los aztecas-mexicas. Existen pruebas de que Tlaxcala, cuando llegaron los españoles, era un estado debilitado y enconado a causa de ese ciclo perpetuo de violencia, y así sus gobernantes y su ejército abrazaron gustosos la causa de Cortés. Los aztecas presumían de queTlaxcala era algo parecido a un "criadero de guerreros" para sacrificar en sus templos.


En este tipo de lucha no estaba bien visto el morir en batalla sino que, si no había otra opción, lo honroso era dejarse atrapar vivo para tener una muerte digna bajo el cuchillo de obsidiana de los sacerdotes tlaxcaltecas. Pero a ningún dios se sacrificaron tantos hombres como al siempre sediento Huitzilipochtli de Tenochtitlán, dios solar y guerrero, protector de los tenochcas, en su gran piramide o teocalli que compartía con Tlaloc, dios de las aguas. Debieron ser tantos los sacrificados que desconocemos los números exactos, pero los españoles se encontraron con miles y miles de calaveras que se exhibían como trofeo cerca de la gran piramide, en el tzompantli. Por ejemplo, en la segunda inauguración de Tenoctitlán, los expertos calculan que durante cuatro días, en catorce altares, se sacrificaron unas 11.000 personas, imaginemos pues el número total durante casi 200 años. Se dió incluso el caso de un noble príncipe tlaxcalteca, Thalhuicate, quien, cautivo de los aztecas, rechazó la libertad ofrecida por el tlatoani, pues se consideraba con derecho a morir bajo el cuchillo de pedernal, al haber sido hecho prisionero en combate tras luchar bravamente.

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